
En algún momento de mi recorrido académico (probablemente en la enseñanza básica) recuerdo haber escuchado por primera vez acerca del cerebro y las neuronas. Como hace ya algunos añitos de eso, los profesores insistían en lo que en aquel momento era dogma: las neuronas no se regeneran (es decir, nacíamos con una cantidad de neuronas ahorradas en el banco cerebral, donde se podía sacar, pero no meter) y por lo tanto, había que cuidarlas mucho (no drogarse con drogas ilegales, por ejemplo; de las legales nunca me dijeron nada). Más tarde, en la universidad, supe que esto no es tan así, y que, aunque siempre será algo positivo cuidar de la salud de nuestro sistema nervioso, sí existe la neurogénesis.
Lo que nunca me contaron, y descubrí años más tarde, es que además de en la azotea de nuestros cuerpos, tenemos también millones de neuronas en el intestino, y miles en el corazón. Y como toda buena célula nerviosa que se precie, estas neuronas habitantes de otros pisos de nuestra arquitectura, pueden sentir, sentir, aprender y recordar.
No sólo eso, sino que hacen que el cerebro (el de arriba), el corazón y el intestino estén permanentemente comunicados. Por lo tanto, podemos hablar de cerebro cefálico, cerebro cardíaco y cerebro entérico. Cada uno con complejidad, y con diferentes formas de recibir, procesar y almacenar información.
En esto de los tres cerebros ha ocurrido lo mismo que en tantas otras ocasiones: la ciencia está recién demostrando algo que la sabiduría ancestral ya tenía bastante claro, y nosotros intuitivamente como seres humanos también, siempre y cuando nos demos el tiempo de observarnos y escucharnos.